viernes, 20 de enero de 2017

El alma como mercancía


 Daniel Barreto

Uno diría que apelar a la “inteligencia emocional” significa reivindicar la empatía frente a una razón fría y abstracta. Curiosamente, al profundizar un poco en su pequeña historia, encontraremos una concepción como mínimo cuestionable de la vida interior. Según muestra la socióloga Eva Illouz en su librito El futuro del alma (Katz, 2014), la inteligencia emocional es indisociable de la “gestión emocional”, expresión que se ha difundido masivamente en las conversaciones cotidianas para hablar de nuestros sentimientos de un modo que hubiese escandalizado al poeta John Keats o a la novelista Jane Austen.

Durante la década de los noventa, la “cultura” empresarial comenzó a considerar las emociones un factor decisivo en la evaluación del rendimiento laboral. La psicología aportó los estándares que servirían para cuantificar los grados de adaptación del trabajador a las exigencias de la empresa. Las emociones eran tenidas en cuenta como recursos que debían ponerse al servicio del proyecto y, por tanto, ser controlados para no obstaculizar la entrega anímica a la productividad.

Un empleado es calificado como inteligente emocional cuando canaliza sus estados de ánimo en función de la maximización de beneficios. La melancolía o la depresión no serán vistas entonces como necesarios procesos de duelo, momentos de búsqueda personal o el anhelo de una vida diferente, sino experiencias improductivas para todo “buen gestor”. Lo mismo diríamos de una compasión sin cálculo que se saltara a la torera la competición de todos contra todos o un encuentro amoroso que arrebatara al individuo un ápice de interés por rendir culto tanto a la aceleración cotidiana como al imperativo asfixiante del ocio industrial.

Aunque la retórica de la inteligencia emocional valora la cooperación, en realidad se trata de la cohesión del grupo que compite a dentelladas contra otros grupos empresariales. Eva Illouz no lo menciona, pero lo cierto es que, a partir de su crítica, cabe desvelar las implícitas afinidades políticas del famoso libro de Daniel Goleman, Inteligencia emocional. Basta leer con atención el capítulo titulado “Los solitarios y los marginados”, donde el autor culpabiliza a los inadaptados sociales de su propia relegación. Ni siquiera tímidamente se le ocurre sugerir que las doctrinas neoliberales consagran la ley del más fuerte. La inteligencia emocional podría acabar funcionando entonces como una ideología de adaptación obsesiva a la sociedad de mercado.

¿Qué implica el hecho de que la evaluación de la gestión “correcta” de las emociones se deje cada vez más en manos de expertos? La pérdida de autonomía y singularidad. La libertad para interpretar los sentimientos fuera de la lógica del triunfo económico podría traer contratiempos y, para quien se atreviese a forjar un carácter propio, el riesgo de la marginación. La disyuntiva es endiablada, tal vez irresoluble. Si uno reprime los sentimientos incompatibles con las exigencias mercantiles, evitará sucumbir y seguirá integrado. Pero esa misma represión le hará perderse a sí mismo y arrastrar su vacío interior como un zombie, un poco al estilo del personaje de Edward Norton al comienzo del film El club de la lucha.
            
        La gestión emocional no se queda en los centros de trabajo o frente a la pantalla de tantos “trabajos inmateriales”, como dice con enternecedor entusiasmo Toni Negri, sino que se traslada al tiempo libre. Entonces, en aquellos ámbitos donde se suponía no iba a regir el fragor de la concurrencia, se introduce el dictado de las emociones estratégicas. Las etiquetas psicológicas colonizan la intimidad hasta el punto de que las propias emociones se vuelven extrañas para quienes las viven. De ahí que se recurra cada vez más a técnicos del alma como el coach del amor.
            
         El grado siguiente de despersonalización se alcanza cuando el experto ya no es un profesional con nombre, apellidos y titulación, sino una máquina. Las páginas de internet dedicadas a la búsqueda de pareja refuerzan la formalización mercantil y por tanto abstracta del amor. La propia Eva Illouz inscribe el análisis de esos portales electrónicos en su disección del “capitalismo emocional”. La página de contactos descompone nuestra individualidad en descriptores fosilizados: “extrovertido, atlético, sano, no fumador, amante de la naturaleza”. Esta captura sin resto en casillas y generalidades nos vuelve intercambiables y, por eso mismo, tiende a cosificarnos.

Internet da otra vuelta de tuerca a la complicidad entre psicología y consumismo. La elección de pareja obedece al cálculo del consumidor que procesa información para escoger, supuestamente, cada vez mejor. En ese sentido escribe Eva Illouz: “Los encuentros en internet se convierten en transacciones económicas, aceptadas como tales por los propios usuarios”. Sin embargo, la cosificación se vuelve parcialmente consciente y por eso prolifera el cinismo. Como se sabe, adoptamos una actitud cínica cuando comprendemos la falsedad o la ilusión de una acción, pero al mismo tiempo no podemos evitar participar en ella.
            
          El amor romántico de la literatura del siglo XIX se caracterizaba, entre otras cosas, porque la lógica de la mercancía quedaba suspendida o al menos enfrentada a alguna forma de resistencia. En la inmersión romántica no hay un desmembramiento del individuo en propiedades vendibles, sino un singular que despierta nuestra fantasía, alimentada por la cultura y la memoria. Es verdad que el enamoramiento conlleva una idealización fantasiosa, pero en relación con alguien que existe y es único.

          Unos mínimos de singularidad y autonomía, la posibilidad de “experiencias no reglamentadas”, como decía Theodor W. Adorno, están en peligro de extinción, si nuestras propias emociones se han traducido a estándares objetivos por los que somos evaluados en el trabajo y seleccionados o descartados sin esperanza en las páginas de contactos. Quizá por eso los millones de retratos de internet recuerdan vagamente a aquel gato de Alicia en el país de las maravillas que exhibía una sonrisa sin rostro antes de esfumarse y no dejar huella.




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