jueves, 27 de marzo de 2014

¿Vocaciones hoy? Responder a la llamada en tiempos “críticos”


Juan Francisco Comendador 


El 19 de marzo, fiesta litúrgica de San José, se celebra en la mayoría de las diócesis españolas, el Día del Seminario. Se trata de una jornada dedicada a la toma de conciencia del imprescindible papel de los sacerdotes en nuestras comunidades cristianas, a la propuesta del sacerdocio como un posible camino de vida, y al sostenimiento espiritual y económico de nuestro seminario diocesano. No deja de sorprender que en estos tiempos adversos a toda propuesta de fe - de «desertificación espiritual»- y al compromiso, haya jóvenes que se decidan por la vida sacerdotal o religiosa.

¿Tiempos “críticos”?

Da la impresión, en efecto, que la época presente, impregnada de una lógica utilitarista, en la que todo ha de servir necesariamente para algo, no entiende de formas de vida no-productivas. Esta incomprensión afecta la captación de la realidad; condiciona nuestro modo de estar y actuar en el mundo. Un ejemplo acerca del lugar reservado a los ancianos en nuestra sociedad  puede ilustrar cuanto decimos. Hemos desplazado a los mayores a un terreno marcado por la invisibilidad: no aparecen en los medios, son “apartados” en centros de día o residencias geriátricas, no ejercen protagonismo alguno en la construcción de la vida social. Ellos ejemplifican con claridad lo que significa una forma de vida no-productiva y el desdén inconsciente al que se ve sometida una vida de estas características

Todo tiempo es “crítico”, pero no en el sentido habitual, algo dramático, que damos a este adjetivo. Para el cristiano, todo tiempo es crítico porque todo tiempo constituye una posibilidad profética. En cada momento y circunstancia el cristianismo se erige en mirada que cuestiona el orden vigente. Es urgente poner en cuestión el actual economicismo totalitario que impone su lógica utilitarista y que enmascara la gratuidad de la existencia humana. Muchos de nuestros contemporáneos encuentran dificultad para captar el sentido de la vida religiosa o sacerdotal porque están imbuidos de una asfixiante lógica mercantil. El sacerdote o religioso emerge de este modo como instancia crítica que neutraliza con su sola existencia el voraz ataque de la intifada economicista. Qué peligroso resulta para la Iglesia la asunción acrítica del utilitarismo social, que impone la funcionalidad como criterio legitimador de toda forma de vida, incluida la sacerdotal o la religiosa.

La fe como respuesta

La fe se construye desde la experiencia de la gratuidad. Es esta una experiencia necesaria: si no se da, la vida se deprecia, no alcanza la consistencia que le es propia. Todo aquello que fundamenta la existencia humana ha sido recibido: el calor y el alimento, la palabra y el canto. La fe brota del reconocimiento de la gratuidad de la existencia. Es acogida de algo que nos precede, y al mismo tiempo entrega, respuesta confiada. Lo que han recibido gratis, denlo gratis (Mt 19,7). Captar este dinamismo responsorial de la fe nos ayuda a entender el descubrimiento de la propia vocación como un momento inexcusable de nuestro ser hombres y mujeres. Porque si no respondemos al interrogante que la vida y la historia nos formula, ¿cómo podemos vivir? Paradójicamente, la fe en su gratuidad se nos hace más necesaria que cualquier otra cosa, y la vocación en su “tranquilo aparecer” nos asalta como una tarea insoslayable.


Vocación humana y vocación cristiana.
           
Frente a la habitual reducción de la vocación a “formas de vida eclesiásticas” (sacerdotes, consagrados y laicos), el Concilio Vaticano II ha reconocido la consistencia de la vocación humana, a cuyo servicio se ponen los diversas posibilidades de concretar existencialmente el seguimiento de Cristo. Este reconocimiento tiene su origen precisamente en la comprensión dialógica y personal de la fe, que pide una obediencia responsorial a la llamada. La voz de Dios se hace audible en las circunstancias humanas, sociales y eclesiales que configuran toda existencia humana. El Concilio lo expresa en estos términos:

«Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (GS 3)


Por una cultura de la llamada

Nuestras comunidades cristianas tienen el deber hoy de promover una cultura de la llamada, y no por un desesperado instinto de supervivencia, sino porque se trata de una exigencia insoslayable en el desempeño de la misión que le ha sido encomendada. El dinamismo evangelizador conlleva allanar el camino para que las personas se encuentren con la verdad de su existencia –con la divina semilla que en todo hombre se oculta, en palabras del Concilio-, con el tesoro escondido de la propia vocación. Una fe personalizada coincide con una vocación realizada. ¿No estaremos cometiendo el pecado de la deserción, del inmovilismo pastoral, de la repetición insulsa que, en lugar de facilitar la escucha, llenan el corazón de voces que no dejan acoger la Palabra silenciosa de Dios?

Una cultura de la llamada se promueve con espacios de silencio y ambientes de oración. En una sociedad ruidosa como la nuestra, el corazón busca el silencio como busca el cachorro el regazo de la madre. También se promueve provocando experiencias de encuentro con las realidades de sufrimiento y exclusión que la sociedad orilla a los márgenes donde ya no son visibles. Sin el contacto con la realidad desnuda de todo maquillaje mediático no es posible el contacto con el propio ser. Se promueve escuchando las voces que nos vienen de lejos: relatos de vocación y llamada que nos han sido transmitidos en las Escrituras y que narran la experiencia del encuentro con la propia verdad, con frecuencia desconocida para el mismo protagonista, hasta el punto de que de su reconocimiento se sigue la convicción de haber sido transformado en otra persona.


Concluyendo

Escardar la lógica utilitarista que ha echado raíces en nuestro corazón; hacer experiencia de la gratuidad, observar con agradecimiento el nacimiento en nuestro corazón de la fe, urdida de acogida y entrega; buscar en el silencio la divina semilla de la vocación plantada en nuestro ser, arrancando las malas hierbas que amenazan con ahogar sus tiernos brotes. Comprender el seguimiento de Cristo como una posibilidad de vida que en su concreción, enlazando la vocación cristiana con la vocación humana, me hace vivir en plenitud. Una comunidad cristiana que participa de una cultura de la llamada procura que sus miembros atraviesen estas experiencias, de modo que puedan, en el tiempo siempre crítico que es el hoy, responder a la llamada de Dios.

miércoles, 12 de marzo de 2014

El valor de una renuncia


Programa abril-mayo 2014

Estimados compañeros:

les informamos de las fechas de nuestro seminario y las lecturas que llevaremos a cabo hasta final de curso:

2 de abril: "Tiempo y catástrofe: significado teológico de una renuncia"
30 de abril: Opus Dei, G. Agamben (1ª parte)
28 de mayo: Opus Dei, G. Agamben (2ª parte)

La sesión del 2 de abril tendrá carácter extraordinario y estará dedicado al estudio de dos textos que interpretan la renuncia de Benedicto XVI, uno de Reyes Mate y otro de Giorgio Agamben. 

Estudiaremos por último el libro de Agamben Opus Dei. Arqueología del oficio, Editorial Pre-Textos, 2013.

saludos cordiales
Juan Francisco Comendador y Daniel Barreto


Fotograma de "Francisco, juglar de Dios", de R. Rossellini

jueves, 6 de marzo de 2014

Reseña de "La violencia cotidiana y global", de J. Bauer


J. BAUER  (2.013), La violencia cotidiana y global, Barcelona, Plataforma

Agustín Ortega Cabrera

Estamos ante un libro para ser leído y reflexionado con calma, que no dejará indiferente. Su autor es un acreditado neurólogo, profesor universitario e investigador, que en esta obra realiza un estudio e investigación seria, cualificada y profunda sobre la realidad de la violencia. Frente a la antropología e ideología neoliberal del individualismo posesivo, del “gen egoísta” popularizado por Dawkins, el autor, siguiendo entre otros lo más valioso de la obra de Darwin, estudia como el ser humano está constituido bio-psicológicamente por la colaboración y cooperación con los otros. La persona está movida o motivada, animada por el sentido de dignidad y justicia con los otros. Aquí se abre todo un dialogo fecundo con la filosofía y teología. Ya que la cosmovisión cristiana del ser humano nos presenta, de forma similar, a las personas, como imagen y semejanza de Dios, que en su entraña son bondad, amor y justicia hacia los otros, seres comunitarios, sociales y éticos. Cuando se atenta contra este sentido de solidaridad y justicia, se causa daño y se margina al otro, entonces, se produce la agresividad que, si no es encauzada correctamente, puede desatar la violencia.

La agresividad o ira se manifiesta como señal ante esta violencia que daña y margina al otro, es un signo de querer vivir y convivir de forma adecuada, digna y justa. Si esta violencia persiste, y si no se regula bien la agresividad como respuesta o signo controlado ante esta, la violencia se reproduce y expande, en una espiral sin fondo. En sintonía con lo más valioso del pensamiento y filosofía, de las ciencias sociales y teología, como la latinoamericana, vemos que la primera y más grave violencia es la socio-estructural. Esto es, esas relaciones humanas y sociales con sus estructuras políticas y económicas que dañan, oprimen y excluyen a las personas y pueblos. El autor ha visto, de forma lúcida, que ya en la revolución neolítica y actualmente con el capitalismo: la dictadura del economicismo, del mercado y beneficio como ídolos, provoca toda una espiral de agresividad descontrolada y violencia.
 
Ante este economicismo que causa la injusticia, desigualdad y, como consecuencia, la violencia, el ser humano a lo largo de su historia ha establecido unos códigos éticos y morales que le hagan frente. Vemos, pues, que el autor, en lo más valioso y global de su planteamiento, nos presenta una antropología integral donde lo físico-psíquico se inter-relaciona con lo cultural y moral, frente a relativismos e integrismos varios. Y es aquí, en esta capacidad de generar humanización y vida ética, donde el autor presenta y valora las religiones como caudal de moral y espiritualidad que promueven la paz, la solidaridad y la justicia. Lo que conlleva todo un dialogo inter-cultural e inter-religioso, que haga posible una ética común (global) y un compromiso social compartido, para buscar unas relaciones familiares, sociales e internacionales justas y fraternas lejos de toda injusticia y violencia. La actual desigualdad e injusticia social y global, donde unos pocos ricos acaparan, cada vez más, la mayor parte de los bienes a costa del empobrecimiento y exclusión de la mayoría de los seres humanos: es el caldo de cultivo de la violencia y guerras.

Todo esto lo ha enseñando muy  bien, desde siempre, el pensamiento social y moral judeo-cristiano que entiende la paz como fruto de la justicia con los pobres, del desarrollo humano e integral de los pueblos, de la solidaridad fraterna, política e internacional, que transforma las relaciones y estructuras de mal e injusticia. No hay paz allí donde existe desigualdad e injusticia social-global, donde no se respetan los derechos humanos y sociales, donde no se promueve un desarrollo humano, justo y digno para los pueblos. Como nos muestran los estudios sociales, las sociedades y pueblos con más armonía, salud integral y felicidad son aquellos donde hay más justicia e igualdad, con unas políticas públicas y sociales más avanzadas, con más equidad en el reparto de los bienes y recursos.